GANADOR DEL III CONCURSO DE RELATO CORTO DEL TABAIBAL, 2025. EL PESO DE UNA VIDA.

 GANADOR DEL III CONCURSO DE RELATO CORTO DEL TABAIBAL, 2025.

ESTHER RIDRÍGUEZ CABRERA

EL PESO DE UNA VIDA


Seudónimo: Bucatermañaza

Categoría: Adulto


—Hola, Acorán. Qué raro verte a estas horas —me saludó uno de los entrenadores

del gimnasio donde entreno desde hace varios años.

—Me cambiaron el turno en el trabajo y decidí venir antes de regresar a casa.

—Si necesitas algo, aquí estoy. A esta hora no hay muchos usuarios, ahora mismo

solo estás tú y aquel chico de allá —Javier hizo un gesto con la cabeza hacia un hombre de

espaldas que cargaba peso en una máquina—. Tiene muy malas pulgas, así que mejor evita

acercarte. Ya hemos tenido problemas con él, pero es amigo de los dueños y no lo van a

echar.

—Gracias por el aviso. No habrá problema, el gimnasio está casi vacío.

Mientras calentaba, vi a Javier hablar con el otro cliente. No pude escuchar la

conversación porque la música la ponen alta, pero sí noté la mala actitud del tipo. Segundos

después, Javier regresó junto a mí con el ceño fruncido, como si estuviera conteniéndose.

—Perdona que te moleste, pero si no necesitas nada, voy un momento al lavabo.

Vuelvo en cinco minutos.

—Claro, no hay problema —respondí. Su expresión se relajó un poco.

—No todo el mundo es tan amable como tú —murmuró—. Al parecer, le molesta que

le hablen mientras entrena.

Ambos miramos al hombre de espaldas. Javier suspiró y se marchó.

Continué con mis estiramientos. La tranquilidad del gimnasio casi vacío era una

experiencia nueva para mí y la disfrutaba. Quizá debería cambiar a este horario.

Entonces lo vi.

Cuando el otro usuario se giró, mi cuerpo se tensó. Me quedé sin aire por un

segundo, el golpe de la sorpresa dejó un zumbido en mis oídos. ¡No podía ser! Casi pierdo

el equilibrio. Es Carlos. O Charlie, como todos le llamaban.


Sin pensar, me dejé caer en la máquina de abductores. Mis piernas se abrían y

cerraban mecánicamente mientras intentaba calmar mi respiración. Respira. Controla el

ritmo, me digo una y otra vez. Pero no podía apartar la vista de él.

Era el responsable de que fuera la persona que soy hoy. Años de terapia no han sido

suficientes para borrar su huella en mí. Y ahora está aquí. Tan tranquilo. Como si nunca

hubiera arruinado mi vida.

Mi atención se fija en él incapaz de desviar la mirada. Veo cómo ajusta el peso en el

press de banca libre. Demasiado peso. Un exceso evidente. Pero él no parece notarlo o,

peor aún, cree que puede con ello. Se tumba en el banco y levanta la barra, las venas de sus

brazos se hinchan con el esfuerzo. Su cara se vuelve roja. Aprieta los dientes y empuja, pero

el peso es demasiado.

Y entonces ocurre.

Su brazo izquierdo tiembla, cede. La barra resbala y cae con un golpe seco sobre su

pecho, haciendo que expulse todo el aire de los pulmones. Intenta empujarla, pero es

demasiado peso. Su boca se abre en un intento desesperado de inhalar aire, pero no lo

consigue. Se ha quedado atrapado. La barra rueda lentamente hasta su cuello.

—Joder... —murmuro sin pensarlo.

Pero no me muevo. Mi cuerpo se congela. Mi mente se llena de recuerdos. A cuando

tenía catorce años, fue cuando entendí lo que significaba ser nada.

El suelo del instituto estaba frío bajo mi mejilla pegada a las asquerosas baldosas, el

sabor metálico de la sangre en la boca. Todo alrededor era un murmullo de risas y susurros.

La multitud miraba, pero nadie hacía nada.

Carlos estaba encima de mí, la rodilla clavada en mi espalda.

—Vamos, pequeña mierda. Muévete.

No podía. No después de tantos golpes. No después de que me hubieran arrancado

la mochila, el cuaderno y mi dignidad. El aire dolía en los pulmones y temblaba de rabia

contenida. No lloré. Nunca lloré. Porque sabía que solo provocaría más risas y golpes.

Cuando lloraba todo era peor.

Carlos rió, triunfante, y se inclinó hasta mi oído.

—Da las gracias, podría ser peor —dijo con una voz fría, carente de humanidad que

casi hace que me oriné encima de miedo.


Lo supe entonces. Mi vida le pertenecía a Carlos. Y pasaron los años. Y cada vez que

intentaba levantar cabeza, Carlos me la hundía de nuevo. Cada vez que intentaba encontrar

un poco de paz, él volvía a aparecer. Robándome mis esfuerzos. Pisoteándo mi esperanza.

Matándome en vida.

Y ahora...

Charlie se convulsiona.

La barra sigue presionándole el cuello, sus manos forcejean, pero el peso es

demasiado. Su piel, antes enrojecida por el esfuerzo, comienza a perder color. Su pecho

sube y baja con movimientos torpes, buscando aire que no llega.

Un minuto se desliza rápidamente. Tic-tac

Sus piernas patalean contra el suelo, intentando impulsarse, pero no hay

escapatoria. No puede girarse, no puede empujar la barra. No puede hacer nada.

Tic-tac. Dos minutos y se le está acabando el tiempo así como el aire.

Su boca se abre y se cierra como la de un pez fuera del agua. Los dedos se crispan

en el banco, arañando la tapicería, buscando un asidero que no existe.

La música sigue sonando. Demasiado fuerte. La única señal de que algo no va bien

es el temblor de sus brazos, la piel ahora lívida, el sudor perlando su frente.

Tres minutos. Tic-tac.

No me puedo mover y no logro apartar la mirada. La puerta del baño sigue cerrada.

Javier no va a llegar a tiempo. Solo necesito quedarme quieto y el destino hará el resto.

Siempre he creído que salvar una vida es un deber moral, pero ¿realmente lo es en

todos los casos? Nos enseñan que la vida es sagrada, que hay que protegerla sin importar

de quién se trate, pero ¿y si esa vida solo ha traído miseria a los demás? ¿Salvar a alguien

debe ser un acto absoluto o hay vidas que han perdido su valor por sus propias acciones?

La existencia de un ser humano no debería valer solo por el hecho de estar vivo, sino por lo

que ha significado para los demás, por lo que ha construido, por lo que ha dejado. Pero hay

quienes solo han dejado cicatrices. Cuerpos rotos. Mentes destrozadas. ¿Merece ser

salvado alguien cuya única contribución ha sido el sufrimiento ajeno?

Tic-tac.

La sociedad se construye sobre normas que supuestamente garantizan la

convivencia, pero él se las salta y no las respeta. Durante años, él vivió sin consecuencias,


sin castigo, sin miedo. Se paseaba como si el mundo le perteneciera, como si nunca fuera a

caer, porque siempre había alguien para cubrirle las espaldas. Personas como Charlie

siguen existiendo porque siempre hay alguien dispuesto a darles otra oportunidad. Alguien

que cree en las segundas oportunidades. En la redención. En la basura de que todo el

mundo merece ser salvado. Pero ¿qué pasa si nadie lo hace esta vez? ¿Acaso salvarlo no

es solo prolongar un ciclo de impunidad? ¿Una vida en la que él sigue ganando mientras

destroza a quienes le rodean?

Tic-tac.

Desde el punto de vista legal, no intervenir podría considerarse negligencia, pero ¿es

realmente un crimen dejar que la consecuencia de sus propias decisiones lo alcance? Si yo

no hiciera nada, ¿sería responsable de su muerte o simplemente un observador de lo

inevitable? Es irónico. Él nunca sintió remordimientos ni se detuvo a pensar en el daño que

hacía. Y, sin embargo, ahora que es él quien necesita ser salvado, soy yo quien carga con la

culpa. Aunque no sería un asesino, tampoco sería alguien inocente. La ley dice que salvarlo

es lo correcto, pero ¿por qué debería hacerlo por alguien que nunca hizo lo correcto por

nadie? ¿Qué es lo realmente justo?

Tic-tac.

Siempre he pensado que si no eres capaz de devolver la vida, no debes arrebatarla,

pero es que él me la arrebató a mí y a muchos otros como yo. Y si fuera yo quien estuviera

ahí, sin aire, muriendo ante sus ojos... seguro que me estaría grabando con el móvil.

Entonces, sus ojos me encuentran. Me miran con desesperación... suplicantes.

Sálvame, parecen gritar.

Sigo inmóvil y le devuelvo la mirada, una carente de compasión.

La mirada de Charlie me dice que lo entiende y rápidamente su expresión cambia y

muestra miedo. Por primera vez, él es la víctima. Por primera vez, tengo el control.

Charlie, al igual que yo, recuerda nuestro pasado y sabe que no merece mi ayuda.

Cierra los ojos en rendición, ¿por fin recibirá su castigo? Dejo la mente en blanco. No

analizo nada más. Solo siento el latido acelerado de mi corazón y el vacío en mis manos. El

tiempo se acaba. La decisión...quizás ya está tomada.

Tic-tac

Tic-tac.

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