MENCIÓN ESPECIAL: III CONCURSO DE RELATO CORTO 2025. OLGA CHULANI.

 MENCIÓN ESPECIAL DEL CONCURSO DE RELATO CORTO DE 2025.


Diario de un soldado


La guerra es la salida cobarde a los problemas de la

paz

Thomas Mann


Como era costumbre en él, al caer la tarde salió al porche, se sentó en la vieja

mecedora de madera descolorida para soportar mejor el calor de aquel verano que

se hacía muy largo. Entre sus manos, un viejo diario de hojas amarillentas con olor a

rancio. No recordaba haber tenido una niñez llena de magia, sino todo lo contrario,

fue tan duro todo lo que vivió que a sus setenta y ocho años tenía intactas en la

mente escenas del pasado, lo que le sirvió para forjar su dura personalidad. Con la

mirada perdida en la verde campiña, acariciaba el gastado papel de aquellas

memorias. Lo releyó por enésima vez:

«Recuerdo el primer día que levanté a un niño desde el suelo y la guerra, lo

cargué en mis brazos como si fuera un pedacito de mundo que al mundo le sobra,

un trozo desgarrado de un país en el que se enganchan múltiples colgajos. Me lo

llevé de allí como muchas veces había hecho con otros niños hacia un lugar más

amable y seguro que no fuera el de hambre, esclavitud, guerra y sed. Nadie parece

a salvo, ni este último ni los que transporté las recientes veces. El horror y el miedo

siguen patentes en sus miradas. No existen tampoco los espacios amables.

Uno los elabora a mano como puede, como salen o como le dejan. O

sencillamente, no puede fabricarlos y se quedan en las palmas desde un gesto

abierto de amistad que no es correspondido. Hace tiempo que sé que no existen los

sitios felices en los que no se haya perdido el costo de la esperanza. A decir verdad,

esto último es lo primero que se pierde; en una guerra desconectas y entras en

piloto automático por los horrores que vives, nos jugamos la existencia por los

demás, por los ideales de otros. Algunos fingen ser de una manera para ganarse los

favores de terceros porque temen ser rechazados si muestran su auténtica

personalidad. Por lo tanto, me pregunto: ¿Cómo pueden jugarse la vida por aquellos


si ni siquiera son capaces de jugársela por sí mismos? Estos vendedores de humo

apuestan por igual a Dios y al diablo, siendo incapaces de confesarlo.

El último crío que levanté del miedo me mira desde sus grandes ojos negros

con una mezcla entre asombro y gratitud; el fondo de sus pupilas es un pozo abierto

a la vida. Intento sonreír, pero no puedo, me sale una de esas muecas que

confirman el desengaño y la crueldad de una guerra. Menos mal que en poco tiempo

estarán todos a salvo en un lugar neutral.

El vuelo se atrasó como cualquier cosa en este mundo, desde la justicia hasta

los aviones, todo llega a la gente con un retraso indigno, despreciable, casi

sarcástico, diría yo. Claro, eso siempre en el caso de que lleguen alguna vez. En mis

ojos ya no hay asombro, sino ira, he perdido la admiración y el entusiasmo ante el

comportamiento deshumanizado del hombre. La mayoría de los pequeños del

mundo se parecen en su soledad por muy protegidos que estén. Solamente son

niños.

Aquí la vida tiene diferente color, la piel otra intensidad; no quiero volverme

iracundo pero mi furia persiste. Volar no importa, la sangre y el dolor sí. El destino ha

elegido mi rumbo y ya no soy yo. Me han dado una nueva medalla que regalo a un

chaval, ¡demasiadas tengo ya!.

Me importa saber si los del otro lado, los que luchan en la guerra sentados y

desde sus mesas saben como es el rostro de una criatura frente al miedo, al

hambre. ¿Habrán visto alguna vez el semblante de alguno de ellos cuando escuchan

la muerte acercarse? ¿Y buscar algo de comer entre tanto bombardeo? He visto,

incluso, a un menor olvidado a la intemperie mientras su padre intenta escapar.

Un valor insospechado hace que pueda pararme sobre mis pies e intentar curar

despacio tanta atrocidad, no sé si esta herida cicatrizará, pues aún duele mucho.

Quiero quedarme con los hombres, sus injusticias, sus raras justicias y sus luchas.

Pertenezco al mundo que sobrevive gracias a la resistencia de su obsesión al deber.

Me duelen las costillas, la tos continúa, por momentos me cuesta respirar. El

lugar donde me encuentro ayuda poco y no me siento a gusto, me falta ventilación.

Mis ojos intentan mantenerse despiertos, pero apenas distingo un polvoroso rayo de

sol entre tanto tanque. Trato de distraerme, el ruido se va apaciguando, por detrás el


sudor forma un riachuelo que se adhiere a mi espalda. Estoy solo conmigo mismo,

con lo que soy, con lo que veo, con lo que pienso. ¡Maldita lucha! Esta guerra es

alquilada, no es mía».

Balig terminó de leer y levantó la vista. No sabía tan siquiera si ese era su

verdadero nombre, de elocuente significado, no iba con él ya que se consideraba

bastante reservado. Él era el último niño al que aquél valiente soldado había salvado

y entablado cierta amistad. Solo recuerda que cuando lo sacaron de semejante

infierno le pusieron un cuaderno en las manos, que aún conservaba. La vida no le

había sido fácil ni amable, había estado saltando de un lugar a otro durante años

hasta que pudo asentarse y formar familia. No quería que su herencia fuera ese

inquebrantable nomadismo donde nadie podría recibirlos y sí expulsarlos hacia otros

desiertos más oscuros, empezar de nuevo una vez más no resultaba fácil.

«Afortunadamente todo terminó, no soy lucha ni violencia, pertenezco al mundo de

todo lo que sobrevive gracias a la resistencia incomprensible de la obcecación por el

deber», se repetía a sí mismo. Vivir era su deber –con tres hijos, cuatro nietos y

mujer que siempre se mantuvo a su lado– porque le gustaba navegar en el mar

Mediterráneo, porque ha visto llorar a sus amigos, porque ha cosechado amistades

que nunca ha visto, porque hay mucho por hacer en este mundo. «A mí me gusta

hacer, eso me gusta», le recalcaba el pensamiento. Su orgullo le impide ser eso que

muere, las guerras se deben a la obcecación de unos pocos por estar y tener el

poder. ¡Cuánta infancia perdida, cuánta hipocresía ante la postura de la sociedad!

¿Es que nadie es capaz de ver el llanto de un niño inocente? Un niño desnutrido que

se ve indefenso ante los ojos de un buitre. Los animales matan por comer, pero, ¿y

los humanos? Hay cosas que no piden permiso para ser, simplemente son, como las

malditas guerras.

A Balig le quedaba un último trabajo por desempeñar: dejar ese legado tan

importante que tenía entre las manos a sus nietos, a las futuras generaciones para

que cometieran sus propios errores, no los de sus antepasados. No había que

concebir límites ni alambradas ni fronteras. No había que escarbar en el pasado, ahí

huele a podrido. Solo esperar a que el hombre germine y reviva en el tiempo. Ir

abriendo caminos para ser libre de palabras y obras, la libertad debería ser gratuita.

El pensamiento del hombre avanza a lomos de un caballo que nadie puede

embridar.


Soraya Demar

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